Los técnicos del Fondo Monetario Internacional no saben qué hacer con la Argentina. Habrán llegado a la conclusión de que casi todos los males que la afligen permanecerán incurables a menos que el país se someta a una multitud de reformas que ningún gobierno que representa la voluntad popular estaría dispuesto a emprender. Será por tal motivo que se han resignado a esperar que el acuerdo poco exigente que, para indignación de muchos especialistas extranjeros, se ha dibujado sirva para que el país se mantenga a flote por un rato más. Sería, pues, una especie de placebo que, con suerte, mantendrá quieto al paciente más quejoso del organismo multinacional que hace las veces de una clínica para enfermos socioeconómicos muy graves que no pueden valerse por sí mismos.
Tampoco saben qué hacer con el país quienes suelen acusar al FMI de privilegiar los números por encima de las personas de carne y hueso y de tratar a todos de forma igual sin tomar en cuenta las particularidades locales. Hasta ahora, no se le ha ocurrido a ninguna eminencia de este tipo proponer algo que podría ser útil para quienes están en el gobierno, a menos que sea cuestión de continuar suministrándoles municiones propagandísticas que pueden usar para descalificar a sus adversarios.
Asimismo, aunque los economistas de Juntos por el Cambio dan a entender que ya han confeccionado un plan de rescate que haría posible que el país saliera rápidamente del pozo en que se ha precipitado, son reacios a ser más específicos. No es que sospechen que el gobierno podría apropiarse de lo que tienen en mente sino que entienden muy bien que cualquier plan realista, por brillante que fuera, se vería denunciado con furor no sólo por los kirchneristas sino también por integrantes de la coalición opositora que lo calificarían de inhumano o peor, como en efecto sucedió en 2001 cuando Ricardo López Murphy intentó convencer a otros miembros del gobierno de Fernando de la Rúa de que, dadas las circunstancias, convendría reducir el gasto público.
En aquel entonces, los radicales no vacilaron en echar al bulldog herético por el crimen imperdonable de querer ajustar. Prefirieron dejar el asunto en manos del mercado que, meses más tarde, con la ayuda de un gobierno de emergencia peronista, llevaría a cabo “el trabajo sucio” con su saña habitual. Aunque algunos opositores y muchos oficialistas siguen afirmándose en contra de los ajustes, a esta altura hasta los más dogmáticos en tal sentido entenderán que la Argentina ya ha comenzado a experimentar uno que está resultando ser sumamente brutal, uno que no se debe a las presiones del FMI sino a que el país se ha convertido en un paria sin acceso a los mercados financieros.
El desconcierto que virtualmente todos sienten cuando piensan en la prolongada debacle que ha protagonizado la Argentina puede entenderse. Aquí, lo político se separó de lo económico hace tanto tiempo que intentar reconciliarlos es una pérdida de tiempo. Son universos distintos en que las reglas son totalmente diferentes. Hasta los más modestos proyectos económicos son incompatibles con los políticos. Para prosperar, éstos tendrían que contar con la aprobación de la mayoría que, huelga decirlo, tiene motivos de sobra para desconfiar de dirigentes que, como los alquimistas de otros tiempos, prometen transmutar todo en oro – es lo que hicieron los kirchneristas antes de retomar el poder en diciembre de 2019 -, pero sólo logran producir baratijas.
Es tan grave la situación en que se encuentra el país que nadie quiere gobernarlo. Si bien es habitual aludir a la supuestamente insaciable “vocación de poder” de los peronistas, la verdad es que son opositores natos que desde mediados del siglo pasado se imaginan en condiciones de ofrecerle al mundo una alternativa superior a todos los demás credos habidos y por haber. Es natural, pues, que Cristina Kirchner y su hijo Máximo envidien tanto a los líderes de la oposición que quisieran ocupar su lugar. También lo es que los dirigentes de Juntos por el Cambio se nieguen a complacerlos; no quieren oír hablar de “cogobierno” e insisten en que, por razones constitucionales, no les corresponderá asumir más responsabilidades hasta fines del año que viene cuando, esperan, uno de los suyos haya triunfado en las elecciones presidenciales. Por razones comprensibles, la oposición teme caer en la trampa que los peronistas le están tendiendo, pero su postura aumenta el riesgo de que, bien antes de la fecha fijada para las próximas elecciones, los más perjudicados por el ajuste brutal que está en marcha se alce en rebelión contra la clase política en su conjunto.
Al hacerse cada vez peores las consecuencias de la decadencia - la que no se remonta a los años setenta del siglo pasado, como afirman algunos, sino a los que antecedieron a la Segunda Guerra Mundial -, son muchos los peronistas que están preparados anímicamente para adoptar verdades nuevas con tal que les permitan conservar sus “conquistas”, pero la realidad se ha hecho tan complicada que todas las alternativas les parecen malas. Desdoblarse nuevamente, con un sector, que estaría coyunturalmente encabezado por Alberto, a favor de cierta austeridad para aplacar al FMI y otra, que respondería a Cristina, en contra de cualquier medida destinada a reducir el déficit fiscal, sólo sembraría más confusión, como ha hecho la renuncia intempestiva de Máximo a la jefatura del bloque de diputados oficialistas.
El populismo puede prosperar cuando todo va viento en popa y los pasillos del Banco Central están abarrotados de lingotes de oro. Entonces sí es fácil repartir, pero en una época de vacas flaquísimas en que lo único que funciona es la maquinita, los populistas se sienten víctimas de fuerzas oscuras implacables. Así las cosas, no sorprendería demasiado que Alberto y compañía ya estuvieran pensando en las eventuales ventajas de tirar la toalla para que otros se encarguen del desastre que, según los propagandistas gubernamentales, es obra del satánico Mauricio Macri y por lo tanto sería justo que el ingeniero y sus cómplices terminaran pagando el grueso de los costos políticos de lo que suceda en los meses venideros.
Para responder a quienes lo maltrataban por hablar pestes de Estados Unidos justo cuando necesitaba el apoyo de Washington por el acuerdo descafeinado que está dispuesto a firmar con el FMI, Alberto procuró hacer pensar que el blanco de sus palabras era el archienemigo del presidente Joe Biden, su antecesor Donald Trump,
por haber presionado al organismo para que colmara de plata al gobierno de Macri con el propósito de hacer más difícil el regreso al poder de Cristina y sus amigos. Pero no era cuestión de nada más que los prejuicios de Trump. Aunque les habrá parecido excesivo el monto prestado a la Argentina de Macri, coincidían con el extravagante hombre naranja tanto los demócratas norteamericanos como dirigentes europeos de distintos pelajes en que un nuevo gobierno kirchnerista sería un desastre para el país y, tal vez, para el raquítico sistema financiero mundial.
Por desgracia, nada de lo que ha ocurrido desde que Alberto inició su gestión puede haberles convencido de que se equivocaban. Desde su punto de vista, la excursión a Rusia y China del presidente, cuando se las arregló para presentarse ante Putin como un gran admirador de la difunta Unión Soviética y, ante Xi Jinping, del régimen todavía más mortífero de Mao, confirmó que tenían razón al prever que un nuevo gobierno peronista sería aún peor que los de antes
En otras latitudes, casi todos los interesados en las tristes vicisitudes de la Argentina moderna buscan en el populismo, es decir, en el peronismo, la causa básica de las calamidades socioeconómicas que la han llevado a su lamentable estado actual. Como no podría ser de otro modo, les deja perplejos la voluntad de una proporción significante del electorado de seguir pidiéndoles a los peronistas solucionar los problemas más angustiantes. En otras partes del mundo, una historia tan llena de desastres no forzados hubiera motivado la expulsión del escenario político del movimiento responsable o, por lo menos, lo hubiera transformado en una pequeña secta de nostálgicos. Para frustración de muchos, no es lo que ha ocurrido. Por el contrario, hasta ahora por lo menos, el peronismo se ha visto beneficiado por los desastres que ha protagonizado y no hay garantía alguna de que el actual sea suficiente como para desacreditarlo por completo.
¿A qué se debe la capacidad fenomenal del movimiento populista por antonomasia de sacar tanto provecho político de los fracasos propios? En parte a su naturaleza proteica: puesto que sus principios ideológicos son maravillosamente flexibles, puede cambiarlos de golpe, como hizo en la década ganada por el menemismo cuando una variante del neoliberalismo filoyanqui estaba de moda, sin que los creyentes en el legado del fundador se sientan culpables de nada. También incide mucho la costumbre peronista de hacerles imposible la vida a cualquier intruso que logra ocupar por un rato “la casa de Perón”. Fue en buena medida por el temor al “helicóptero” que Macri optó por la estrategia “gradualista” que terminó defraudando a quienes operan en los mercados financieros hasta tal punto que decidieron darle la espalda.